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Emigración e integración. Las visiones de China y Occidente

Actualizado: 24 jun 2022


En España, en 2021, hay unos doscientos mil ciudadanos de nacionalidad china. Aunque no existen datos fehacientes, parece que el 70% de la inmigración china en España procede de una pequeña zona dentro de la provincia de Zhejiang: un 40% del distrito de Qingtian (青田) y el 30% restante de la ciudad de Wenzhou (温州). Las personas de este área, con un radio de apenas 50 kilómetros, tienen un acento inconfundible. Muchos otros vienen de la provincia vecina de Fujian. Las galicias migrantes de antaño en versión oriental.


El número de inmigrantes chinos en Occidente ha experimentado un crecimiento constante desde el inicio de las reformas de Deng Xiaoping en 1978, pues, entre otras cosas, se entreabrieron más las puertas de salida para los que lo deseasen. A estos chinos de ultramar sus compatriotas les llaman huaqiao (华侨) que, desde una perspectiva etimológica, no deja de designar, de algún modo, a “aquellos que se revisten de paramentos extranjeros, sin dejar de pertenecer a la civilización más florida”; en palabras más comunes, son los emigrantes asentados que preservan la vinculación lingüística, afectiva y nacional con la patria de los ancestros. Los expatriados solo por un tiempo o los estudiantes no pertenecen a esta categoría que ha poblado de restaurantes y bazares las calles de Europa.

Entre Oriente y Occidente hay ciertamente una visión civilizatoria diferente en lo que toca a la emigración, la integración de diferentes pueblos bajo un mismo techo socio-político y la asimilación de una serie de valores compartidos que vertebran la sociedad. En Oriente, China como nación de naciones entrelazada por los trazos interminables de miríadas de caracteres, ha puesto en pie la concepción de filosofía socio-política más abarcante y más estable. A través de su sistema tributario, China incidió más o menos directamente en la conformación de todos los pueblos de su alrededor, dejando a un lado el subcontinente indio que, por razones geográficas, siempre fue un vecino alternativo al otro lado de cumbres casi infranqueables. Por eso, es razonable que se le conceda a China un papel representativo de todo Oriente en este punto.

En Occidente, el Imperio Romano lo tenía todo para constituir un modus operandi casi inquebrantable. Contaba con la sabiduría acumulada de la antigua Grecia y con el empuje de los mil y un pueblos que miraban a Roma con temor y admiración. Masas ingentes de emigrantes de todos los rincones de Europa, África del norte y Oriente Próximo deseaban poner a rendir de forma plena su talento para lograr integrarse en el espacio civilizatorio vertebrado en torno al mare nostrum. Pese a algunos inevitables etnocentrismos, el imperio contaba con unas élites culturales abiertas a absorber todo talento que fuese capaz de alcanzar la excelencia en la expresión latina, sin exclusión de los no-italianos. Tenía, además, un sistema legal bien fundamentado, una filosofía profunda, un orden ritual y religioso no integrista que permitía el progreso adaptativo. Sin embargo, desde dentro del propio imperio una fuerza moral basada en la creencia de que la verdadera realeza no podía ser de este mundo fue socavando la legitimidad generalmente incuestionable del poder. Al adoptar o hacerse permeable a los principios del judeo-cristianismo, la ciudadanía del imperio fue desarrollando un sentido crítico con el poder militar y crematístico, para el que los viejos moldes de Roma no estaban preparados. Cuando el godo Alarico saquea Roma en el 410 d. C., los pueblos bárbaros ya tienen vía libre para llevar a cabo sus grandes migraciones de cara a la conformación de un nuevo Occidente. Algunos de esos pueblos huían, por cierto, de la presión de los hunos que habían venido del Lejano Oriente.

La nueva situación socio-política a partir del siglo VI d. C. acaba partiendo el viejo mundo en cuatro grandes bloques civilizatorios que son fruto de hibridaciones peculiares: Una Europa de reinos con influencia semítica, un Oriente próximo greco-copto que hereda tradiciones socio-políticas latinas, un Oriente medio indo-iranio influenciado por el helenismo y un Lejano Oriente chino que empieza a integrar el budismo. Hasta bien avanzado el siglo VII los árabes musulmanes no reclamarán su papel propio en este nuevo mosaico.

La influencia semítica en la nueva Europa posimperial aparece en la separación de poderes a la que la expansión del cristianismo obliga: una cesura ya consignada en el primer testamento bíblico, cuando el profeta Samuel advierte al pueblo de los pros y contras de elegir un soberano real como representante de Dios. La ascendencia creciente del obispo de Roma infundirá un sentido de culpabilidad esencial en los pechos de los descendientes de los bárbaros, de modo que no puedan atacarse impunemente entre sí como hacían antes. Ahora, aunque falte un emperador que haga de augusto padre, son todos hermanos en Cristo. La integración que esto va produciendo provoca que la asimilación étnica esencial sea una identificación religiosa común, que, a su vez, remite a pertenencias políticas diferentes. Esta sana esquizofrenia del alma occidental, donde puede que haya un único señor, pero habiendo a la vez varios césares, modelará sin duda el carácter de las gentes de Occidente y cómo quepa entenderse la integración en sociedad.

En el oriente chino, en cambio, no hubo escisión, ni por tanto necesidad de desarrollar un sentido crítico ciertamente incómodo para el que, como consecuencia de ello, no puede sino empezar a vivir en la incertidumbre. El ideal chino, ya sea de corte confuciano o taoísta, es la armonía social. Y en esta armonía, como defiende la corriente del legalismo chino, no cabe afirmar que haya otra autoridad diferente a la de lo sellado por el poder real. Como mucho cabe relativizarla, según el confucianismo, echando mano de la autoridad moral que se obtiene en virtud de la piedad filial y del estudio, o, según en el taoísmo, en virtud de la filosofía naturalista que sitúa a la persona en dimensiones ajenas a las reglas políticas, un poco al estilo de los cínicos de la antigua Grecia.

Por eso, para el migrante chino la pertenencia a ese orden armónico sigue siendo tan importante. Un chino no puede aceptar fácilmente que haya esferas de legitimidad que se supervisan y limitan mutuamente: por ejemplo, la del poder ético-religioso y la del poder político. Tampoco puede desvincular como si nada origen civilizatorio y nacionalidad. Será muy resistente a una integración que le suponga relativizar su pertenencia civilizatoria, que en cada época adopta unas determinadas coordenadas geopolíticas. Sin embargo, el chino sí estará dispuesto a unirse a pertenencias más abarcadoras, aceptando que exista la autoridad del gobierno chino y la autoridad de la ONU, o el sentimiento de ser chino y a la vez habitante del planeta, todo según el ideal de una comunidad humana de destino compartido.

Oriente y Occidente tienen claramente visiones diferentes de la vida en sociedad y las condiciones que pueden hacer moral una vida humana, pero hay algo en lo que coinciden: se ven a sí mismos como espacios donde, más allá de las crueldades innegables que los propios seres humanos y sus sistemas se auto-infligen para mantener el orden deseado, existe un alto nivel de tolerancia y entendimiento. Históricamente, los dos entienden que la conquista de estos valores sociales no fue fácil, pero pasada una cierta fase de purificación –Renacimiento, Revolución Francesa o Segunda Guerra Mundial para Occidente; Unificación Han, Superación del periodo de los tres Reinos, Liberación comunista para China-, ambos han logrado apropiarse de este consenso social basado en la apertura al diferente dentro de su propio cuerpo social. Así mismo, Occidente mira a Oriente como espacio donde eso no se ha cumplido aún, y viceversa. La visión de los occidentales sobre Zhongguo sigue estando tocada por el cliché de la tortura china: China como lugar cruel donde no se respetan las diferencias y no existe verdadera tolerancia. La visión de los chinos sobre Occidente está a su vez tocada por el cliché del colonialismo: Occidente como espacio civilizatorio donde se discrimina al de raíz no europea y donde la competitividad genera una sociedad en la que existe abuso de los fuertes sobre los débiles.


En la encuesta publicada en abril de 2021 por el Centro Estadístico de la Opinión Pública Global, se observa cómo el 72.1% de los jóvenes chinos sienten que Occidente puede aprender de China en cuanto al “Respeto por los derechos humanos (对人权尊重)”. Esto puede entenderse desde la clave de que, para los chinos, la protección sanitaria del pueblo por parte de los gobiernos ocupa un puesto muy central en este concepto. Al ver la gestión de los gobiernos occidentales de la pandemia sienten que se han vulnerado derechos fundamentales del pueblo. Así mismo, la encuesta mostraba cómo el 63.5% de los jóvenes chinos sienten que Occidente puede aprender de China en cuanto a “Democratización” (民主化). Esto puede entenderse desde la clave de que, para los chinos, la reducción de las diferencias entre ricos y pobres (que, en este caso, cuenta con un primer paso como es el rescate de la población de situaciones de pobreza) es un punto esencial de una sociedad democrática.

Como se puede percibir desde estos datos, es normal que una sociedad pudiente considere el propio espacio socio-político como un espacio más humano que la alternativa. Después de la cumbre de Glasgow, el diálogo intercultural Oriente-Occidente se presenta como una de las necesidades más acuciantes para las siguientes tres décadas del siglo XXI.


Ignacio Ramos Riera*



*Nota: Las ideas contenidas en las publicaciones de Cátedra China son responsabilidad de sus autores, sin que reflejen necesariamente el pensamiento de esta Asociación.

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